Canto Tercero
Vestíbulo: Cobardía
La puerta infernal, el vestíbulo de los cobardes y el paso del Aqueronte
Llega el poeta a la puerta del infierno y lee en ella una inscripción pavorosa. Confortado por Virgilio, penetran en las sombras de los condenados. Encuentran a la entrada a los cobardes que de nada sirvieron en la vida. Siguen los dos poetas su camino y llegan al Aqueronte. Caronte, el barquero infernal, transportaba las almas al lugar de su suplicio a la otra margen del Aqueronte. Un terremoto estremece el campo de las lágrimas y un relámpago rojizo surca las tinieblas. El poeta cae desfallecido en profundo letargo.
Por mí se va a la ciudad doliente;
por mí se va al eternal tormento[1];
por mí se va tras la maldita gente.
Movió a mi Autor el justiciero aliento:
hízome la divina gobernanza,
el primo amor, el alto pensamiento[2].
Antes de mí, no hubo jamás crianza,
sino lo eterno; yo por siempre duro:
¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!
Esta leyenda de color oscuro,
que vide inscripta en lo alto de una puerta,
me hizo exclamar: “¡Cual su sentido es duro!”
Habló el maestro, cual persona experta:
“Todo temor deseche tu prudencia;
toda flaqueza debe aquí ser muerta.
Es el sitio de que hice ya advertencia,
donde verás las gentes dolorosas
que perdieron el don de inteligencia[3]”
Y tendiendo sus manos cariñosas,
me confortó con rostro placentero
y me hizo entrar en las secretas cosas.
Llantos, suspiros, aúllo plañidero,
llenaban aquel aire sin estrellas,
que me bañó de llanto lastimero.
Lenguas diversas, hórridas querellas,
voces altas y bajas en son de ira,
con golpeos de manos a par de ellas[4],
como un tumulto, en aire tinto gira
siempre, por tiempo eterno, cual la arena
que en el turbión remolinear se mira.
De incertidumbre la cabeza llena,
pregunté: “¿Quién con voz tan dolorosa
parece así vencido por la pena?”
El maestro: “Es la suerte ignominiosa
de las míseras almas que vivieron,
sin infamia ni aplauso, vida ociosa[5].
En el coro infernal se confundieron
con los míseros ángeles mezclados,
que fieles ni rebeldes a Dios fueron;
los que del alto cielo desterrados,
perdida su belleza rutilante,
son por el mismo infierno desechados[6]”
Y yo: “Maestro, ¿qué aguijón punzante
les hace rebramar queja tan fuerte?”
Y él respondió: “Te lo diré al instante.
No tienen ni esperanza de la muerte,
y es su ciega existencia tan escasa,
que envidian de otros réprobos la suerte.
No hay memoria en el mundo de su raza;
caridad y justicia los desdeña[7];
¡no hablemos de ellos; pero mira y pasa!”
Entonces vide una movible enseña
revolotear tan temblorosamente,
que de quietud no parecía dueña.
Detrás de ella, venía tal torrente
de muertos, que a no haberlo contemplado
no creyera a la muerte tan potente.
Luego que algunos hube señalado,
la sombra vi del que cobardemente,
la gran renuncia hiciera de su estado[8]:
y comprendí de luego, ciertamente,
era la triste secta, renegada
por Dios y su enemigo, juntamente.
Esta turba, que en vida no fue nada[9],
desnuda va, por nubes incesantes,
de tábanos y avíspas, hostigada,
que regaban de sangre sus semblantes,
y a sus pies con sus lágrimas caía,
chupándola gusanos repugnantes.
A otro lado tendí la vista mía,
y vi gente a la orilla de un gran río
que en tropel a su margen acudía.
“¿Puedo saber por qué tanto gentío”,
interroguéle, “al paso se apresura,
según columbro en este sitio umbrío?”
Y él: “Lo sabrás, cuando la orilla oscura
del Aqueronte[10] triste, la ribera
pisemos con la planta bien segura”
Temiendo que mi hablar molesto fuera,
bajé los ojos, y calladamente
seguimos hasta el río la carrera.
Y en una barca, vimos de repente
un viejo, blanco con antiguo pelo,
que así gritaba: “¡Guay!, ¡maldita gente!
¡No esperéis más volver a ver el cielo:
vengo a llevaros a la opuesta riba,
a la eterna tiniebla, al fuego, al hielo!
Y tú, que aquí has venido, ánima viva,
vete; no es tu lugar entre los muertos.”
Y viendo que, suspenso, no me iba,
dijo: “Por otra playa y otros puertos
encontrarás esquife más liviano
que te conduzca por caminos ciertos” [11]
Y el guía a él: “Caronte[12], no así en vano
te encolerices, ni preguntes nada:
lo quiere allá quien manda soberano”
Y la lanosa faz quedó aquietada,
del nauta de la lívida laguna[13],
con dos cercos de fuego su mirada.
Pero las almas lasas que él aduna,
pálidas y desnudas, baten dientes,
al escuchar su acento, cada una.
Blasfeman de su Dios, de sus parientes,
del tiempo, del lugar y su crianza,
y de la especie humana y sus simientes.
Y amontonada, aquella grey se avanza,
gimiendo, a la ribera maldecida,
que espera al que en su Dios no tuvo fianza.
Caronte, de ojos de ascua enrojecida,
da la señal, y al río las arroja
con el remo, si atardan la partida.
Como vuelve el otoño hoja tras hoja
sus despojos al suelo, cuando rasa
el mustio gajo que al final despoja,
así de Adán la pervertida raza
obedece la voz de su barquero,
como el ave al reclamo de la caza;
y así las sombras van en hervidero,
por las oscuras ondas, y al momento
las reemplaza en la orilla otro reguero.
“Hijo mío”, prorrumpe el maestro atento,
“los que la ira de Dios señala en muerte,
Acuden en continuo movimiento
para vadear el río de esta suerte:
la justiciera espuela los desfrena,
el temor convirtiendo en ansia fuerte.
Por aquí nunca pasa ánima buena,
y si Caronte irrita tu venida,
ya sabes tú lo que su dicho suena.”
Y aquí, la negra tierra estremecida
tembló con furia tal, que hasta ahora siento
baña el sudor mi mente espavorida.
La tierra lacrimosa sopló un viento,
que hizo relampaguear una luz roja,
que me postró, y caí sin sentimiento,
cual hombre a quien el sueño lo acongoja.
[1] Para distinguirla de la temporal del Purgatorio
[2] La Santísima Trinidad representada en sus atributos: el poder del Padre, la sabiduría del Hijo y el amor del Espíritu Santo.
[7] No han tenido perdón de la misericordia de Dios, ni castigo de la justicia.
[8] El papa Celestino V, a los pocos meses de ser elevado al trono pontificio, renunció por considerarse incapaz de sobrellevar tan pesada carga. Le sucedió Bonifacio VIII, enemigo de Florencia y de Dante, quien no podía menos de reprobar que la modestia de uno fuese la causa de la elevación del otro.
[9] No vivieron como hombres. Despreciaron todos los estímulos.
[10] El primero de los ríos infernales
[11] Las ajustadas y casi inextricables palabras del original (Vuolsi così colà dove si puoté – ciò che si vuole e più non dimandare) tienen, como observa Aldous Huxley, en Texts and pretexts, algo de fórmula mágica.
[12] Carón o Caronte, el barquero infernal, hijo de Erebo y de la Noche.
[13] Al llamar laguna al Aqueronte se da idea de la amplitud de ésta. Lívida por la coloración de sus aguas oscuras y fangosas.
ALIGHIERI, Dante (1949): “La Divina Comedia”; traducción en verso de Bartolomé Mitre; Buenos Aires: Editorial Sopena Argentina. [Notas de Narciso Bruzzi Costas, en: ALIGHIERI, Dante (1962): “La Divina Comedia”; Barcelona: Editorial Éxito]
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